jueves, 19 de noviembre de 2009

Santos Vega, el enigmático

Es la quintaesencia del gaucho, pese a que carece de sustancia: la tradición agigantó su figura y la convirtió en símbolo; hay quien hasta ha creído que no existió, pero una multitud de testimonios admisibles, así como las ideas actuales sobre el origen de los mitos, lleva a rechazar esa presunción.Santos Vega es, por antonomasia, la quintaesencia del gaucho, su representación más cabal y más concreta, pese a que, precisamente, carece de contorno, de definición y de sustancia.
Del ingente acopio de conocimientos hecho por eruditos, historiadores y sociólogos, tenemos que muy poco es lo que genéricamente se sabe del gaucho; con aquél "de la larga fama", que "murió cantando su amor/ como el pájaro en la rama...", sucede lo mismo, aunque en términos no ya de paradigma cargante, sino de fantasma querendón.
Por cierto, es un personaje literario, pero no parece serlo del todo como indiscutiblemente lo es Martín Fierro. Por otra parte, es un personaje literario sólo en cuanto invocación, no si nos atenemos al rastro de una obra así fuese fraguada.
Obligado la menciona lateralmente: "Hirió las cuerdas sonoras,/ y cantó de las auroras / y de las tardes pampeanas...", dice. Y la cita habitual de "no me entierren en sagrado;/ déjenme en el campo verde/ donde me pise el ganado", lejos de ser original remite a mil antecedentes del folklore español.
Sin embargo, Santos Vega, en plena síntesis sarmientina, es el gaucho por excelencia y también el cantor por excelencia.
Obligado vuelve memorablemente sobre esto y lo deja fijado para siempre en la estructura mítica de nuestro país: "Mientras de orgullo me anega/ la convicción de que es mía/ la patria de Echeverría,/ la tierra de Santos Vega", atribuyendo al poeta letrado y romántico la cualidad de abstracción que entraña decir patria y al payador legendario la de la de apasionada concreción que rezuma el vocablo tierra .
¿Pero quién era Santos Vega? La tradición agigantó su figura y la convirtió en símbolo pero, ¿a partir de qué materia produjo esa transmutación apreciable?
Hay quien hasta ha creído que no existió, pero una multitud de testimonios admisibles, así como las ideas actuales sobre el origen de los mitos lleva a rechazar esa presunción, si bien somos incapaces de aportar ni una pizca de certidumbre al respecto.
En verdad, aun en sus incongruencias y vacíos, la historia de Santos Vega parece real; por contraposición, suena un poco forzado que para mediados del gobierno rosista se inventasen consejas a propósito de un acontecimiento sucedido no más de diez años antes.
Además, se da como cierto que Bartolomé Mitre -responsable de la primera transcripción culta del mito y casi contemporáneo de su gestación- nunca puso en duda la realidad del personaje.
Las discrepancias son variadas e interesantes: ante ellas declaro descreer de la posible asimilación del mendocino Juan Gualberto Godoy a esta solemne referencia argentina, tanto como efectivo álter ego del protagonista principal, o bien de su asimismo misterioso contrincante, ése a quien Rafael Obligado denominó, para todos los tiempos, Juan Sin Ropa, sin que se sepa por qué.
Pero uno -el que suscribe- descalifica al cuyano simplemente por honesto devaneo intelectual, por parecerle por demás culto y elaborado como para haber podido herir hasta tal punto la imaginación popular, lo que es sólo una opinión, no un hecho demostrable en el arduo terreno de los estudiosos y de los rabdomantes de comprobaciones y documentos.
En el fondo, sabemos, la disputa es inútil pues la cuestión está de antemano resuelta: Santos Vega existe como personaje netamente diferenciado de cualquier otro, y también, y sobre todo, existe la tierra a la que ha enriquecido con la proyección de su espíritu.
No obstante hay cosas oscuras en su historia, particularmente incomprensibles porque parecen ser ajenas -al menos en lo racional- al sentido de la narración.
Una es la ubicación física de sus andanzas, en el pago de Ajó o del Tuyú, recodo de la campaña porteña aislado de la zona de las estancias, suerte de retazos de suelo que sobrenadan los extensos lagunones situados entre lo que luego sería el camino de Monsalvo y las dunas de la costa, zona aún hoy más adecuada para guarida de animales que de personas.
Algunas habría, sin duda, pero lo importante no es eso, sino la índole pasiva que el ir a ese paraje permite suponer en el gaucho de marras.
Veamos: más allá de las estancias "en que nace el ombú", estaban el desierto, las indiadas maloqueras. Perseguidos como Fierro y Cruz se refugiaban en las tolderías y allí seguían el curso de sus desdichas como antes de la desgracia.
Vega encaró el rumbo opuesto y en vez de optar por la lucha, eligió la holgazanería rústica del ermitaño. Hasta ahí lo que se cuenta, quedando para nosotros la pregunta de si se quiso pintar el carácter contemplativo del poeta, o tal vez mantener la alegoría de lo criollo ajena a la contaminación aborigen.
La otra curiosidad es que el príncipe de los cantores no era el mejor cantor. Contrariamente a lo que predican todas las mitologías conocidas, el héroe es menos que el antihéroe; al revés de todo lo imaginable, en él la grandeza se forja en la derrota. Alguien _Juan Sin Ropa, o un negro de mal agüero, o el Diablo, o el Progreso escrito con mayúscula_ lo injuria y destruye, lo condena a un ocaso en el que, mansa aunque ostentosamente, morirá de pena.
No entiendo por qué es así, encrucijada que contribuye a persuadirme de la naturaleza genuina de la leyenda, no importa si atisbo del ulterior ánimo llorón de los habitantes del país, o acaso modesta Walhalla con vista a la bahía de Samborombón. Se me ocurre que de tratarse de un relato meramente literario hasta por un prurito de coherencia el autor hubiese enmascarado las cosas, tal como Güiraldes _púdica, elegantemente_ ocultó que el mundo de don Segundo era una sombra, operación reducida a transformar un sustantivo en adjetivo y a eludir nombrar el ferrocarril.
Por Fernando Sánchez Zinny Para LA NACION Rincón gaucho

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