sábado, 21 de mayo de 2011

Qué quiere decir democracia Ricardo A. Guibourg

Para LA NACION - Viernes 17 de abril de 2009
Los funerales de Alfonsín fueron presididos por la palabra "democracia". Alfonsín fue un demócrata, sin duda. Pero ¿lo somos nosotros, los argentinos? Una obsesión de la filosofía analítica (que practico) insiste en averiguar el significado de las palabras que usamos. La democracia es el gobierno del pueblo. Alf Ross, el jurista danés, elaboró una teoría acerca de sus tres dimensiones cuantitativas. Pero un gobierno del pueblo implica que el pueblo es quien gobierna, adopta las decisiones y se atiene a las consecuencias. Claro que lo hace por medio de sus representantes, a quienes elige y controla. Para que esta representación sea eficaz, los candidatos han de explicar cuáles son sus intenciones (exponer su plataforma electoral) para que los electores ejerzan su preferencia. No es un método perfecto, pero es el mejor que conocemos.
Ahora bien, ¿cuánto de eso sucede entre nosotros? Basta leer los diarios para observar que el debate no se hace en torno a ideas (como Alfonsín pedía) sino a candidatos. Cada candidato posible es como una marca: las encuestas miden su popularidad sin preguntar tendencias ni motivos; quien mida bien tiene un puesto asegurado y los más diversos partidos se lo disputan como candidato, como si fuera un buen futbolista con el libro de pases abierto. Esa condición desata campañas, en las que primero se busca el nicho apropiado para acceder al mercado electoral y luego se insiste en la propaganda acerca de esa imagen, pero sin exagerar para no espantar votos disconformes: no importa cuál sea la imagen de un candidato, siempre viene bien que se asocie con alguien que, respecto de él, pueda mostrarse como "moderado". Eso sí, nadie termina de entender qué propósitos reales hay detrás de cada imagen, ni en qué ha de moderarse quien sea moderado, ni a qué tipo de extremos esté dispuesto a llegar quien haya asumido un perfil más intenso (¿intenso en qué?). Se busca fe, no preguntas.
El punto es que a nadie parece importar esto: tal vez haya una sola política posible, como dicen los cínicos; tal vez haya varias pero decidir entre ellas no sea competencia del pueblo, como sospechan los mal pensados. Quién sabe: no soy analista político ni puedo responder a esas inquietudes. Pero lo que sí puedo decir es que el ejercicio de la política, tal como es encarado entre nosotros, tiene escasos puntos de contacto con el concepto tradicional de democracia, sea directa, representativa, participativa o de cualquier otra especie. En cambio, se parece muchísimo al mundo de los negocios, con su marketing, sus fusiones, sus expertos en propaganda de marcas, sus constantes intercambios de ejecutivos y su visión de los ciudadanos como consumidores, a quienes hay que atraer para que compren el producto ofrecido hasta la próxima guerra de campañas publicitarias. En esa metáfora, los contratos ni siquiera tienen "letra chica" que pueda leerse y la defensa del consumidor sólo se ejerce más tarde, a menudo como parte de una nueva tendencia del mercado.
¿Será esto necesario? ¿Será bueno? No estoy seguro de que haya siquiera una respuesta a estas preguntas. Pero sugiero que todos podríamos alcanzar al menos una ventaja metodológica si nos preguntáramos seriamente por el significado de las palabras con las que sostenemos nuestras opiniones.
El autor es director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA. Juez de la Nación.

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