lunes, 12 de octubre de 2009

Recuerdos de un viaje en la Galera de Dávila

Archivo Histórico Municipal De Madariaga
El siguiente texto fue escrito por José María Bertomeu hace algunos años y hoy es recuperado para su difusión y puesta en valor.
He tratado de concretar y dar unidad a los recuerdos infantiles de un viaje en la Galera de Dávila, como una modesta contribución a la investigación de las condiciones y características de este medio de transporte dé la zona, que perduró hasta que dio paso a un micro precario.Al promediar el año 1917, mi padre se tuvo que instalar en el pueblo de Lavalle por motivos de trabajo, ya que en la ciudad de Dolores, donde residíamos, se le habían cerrado todas las posibilidades por cuánto había cometido la osadía de crear un sindicato, el de obreros panaderos, destinado a luchar por la obtención de mejoras salariales y de las condiciones de trabajo, en una época en que la acción gremial era incipiente y cargada de riesgos.Poco tiempo después lo hizo mi madre acompañada de los tres hijos pequeños, entre los que me contaba. No obstante su aparente fragilidad física, tuvo el temple necesario para realizar un viaje de esta naturaleza y soportar estoicamente las contingencias del mismo, que a la distancia adquieren la dimensión de una aventura inolvidable.De nuestra permanencia en Lavalle, que abarcó solamente unos pocos meses, no guardo recuerdos nítidos, solamente tengo presente las construcciones típicas del pueblo, y el agua salobre, que rechazamos desde el primer momento, y que era superada por el agua de lluvia que se almacenaba en los aljibes, que poseían muchas casas.De acuerdo a los datos que figuran en publicaciones especializadas, el pueblo, que constituía la cabeza del partido -que con el nombre de Ajó, fundara por Decreto del 25 de diciembre de 1839, el Gobernador y Capitán General Brigadier Juan. Manuel de Rosas con tierras tomadas del partido de Monsalvo, había sido en otras épocas un activo emporio del comercio marítimo. En su muelle atracaron embarcaciones de cabotaje, que hacían el tráfico entre Buenos Aires y los puertos del litoral.De allí salieron también las primeras remesas de tasajo para Europa, que provenían de los establecimientos salariles ubicados en la margen del río que da nombre a la zona.Las transformaciones operadas en el proceso de industrialización de la carne destinada a la exportación, originaron el cierre de los saladeros, y consiguientemente el éxodo de gran número de pobladores que vivían de ésta explotación.Es así que de aquel tiempo fecundo de la industria que le diera vida, solo quedaban recuerdos y los mudos testigos de edificios abandonados.Del regreso que efectuáramos en la galera de Dávila al año siguiente, tengo muy presente la figura del mayoral Dn. Pedro Villegas, más conocido por Fierro, no por que tuviera similitud con la personalidad del personaje hernandiano, sino por su dureza como el metal y la fuerza y vigor con que arremetía contra las acechanzas del camino, poblado de cañadones, bañados y cangrejales, con huellas profundas y que en algunos trechos permitían observar a la distancia islotes de montes formados por talas gigantescos.Para hacer ese recorrido, partimos de Lavalle un día de otoño, con un viento precursor de la crudeza invernal. Ya a poco andar tuve la primera sensación que recuerdo con toda nitidez: el cruce de un puente que presumo era sobre la prolongación del río Ajó, construido con toscas maderas de gran espesor, que en gran parte estaba n unidas con fuertes alambres a los postes que le servían de base.

Su estructura un poco rudimentaria hacía que se moviera ostensiblemente al paso del vehículo, produciendo un ruido estrepitoso, que constituyó la primera e inolvidable emoción del viaje.El recorrido por las huellas profundas convertidas en lodazales, en medio de cañadones y pajonales, daban una fisonomía particular al paisaje, como lo pinta con tanto vigor y colorido el escritor Elbio Bernardez Jacques en su libro "Donde comienzan los pantanos", que fuera trasladado con escasa fortuna al cine nacional. En su prólogo cita: "La vida de los nutrieros en este agreste rincón del sur argentino, zona da cañadones y cangrejales, poblada de malezas y alimañas, y donde la naturaleza bravía, opone al dominio extraño, el secreto de sus entrañas misteriosas".La galera, conducida vigorosamente y a un ritmo de marcha que superaba lo que se puede imaginar, por el mayoral Fierro, que hacía caso omiso de los accidentes y obstáculos, estaba tirada por seis caballos ubicados en forma de abanico, y otros cuatro como laderos, que eran guiados por el ayudante de aquél, y que constituían el refuerzo para vadear lugares riesgosos como la cañada de Laferrere.En este viaje, mi padre iba en el pescante acompañando al mayoral en el manejo de los laderos cuando el vehículo tenía que cruzar arroyos o albardones con sus grandes matas de junco y pastos duros, poblados de aves acuáticas, en contraste con la zona de pantanos cubiertos de cangrejos con su olor tan particular, de la zona aledaña al río Ajó.Recuerdo con nitidez que al cruzar un alambrado de púas –que según mi padre- habían tenido que voltear para sortear una cañada muy crecida, uno de los caballos perdió un vaso, y sangrando tuvo que seguir su recorrido hasta la posta más cercana, azuzado con voz estentórea y a fuerza de lonja por el mayoral.La paradas en las postas, que generalmente estaban ubicadas en las clásicas esquinas o pulperías de campaña, constituía una experiencia inédita para quienes no habíamos salido de los estrechos límites del ámbito hogareño. El cambio de caballos constituía algo digno de admirar por la rapidez con que lo efectuaban, mientras algunos perros con el pelaje oscuro por el barro, se movían con recelo en torno a la caballada, por el temor a los lonjazos con que amagaba el peoncito, que con gran presteza y baquía colaboraba en la tarea.Ubicados junto a mi madre dentro del espacioso vehículo con asientos laterales, cuyas cuatro ventanillas estaban prácticamente cubiertas de barro -por donde se colaba el viento frío de otoño-, nos impedían observar con atención el paisaje. Por ello, recurro nuevamente a la obra antes citada para hacer la descripción de los lugares que recorríamos: "En aquellos pantanos bullía también la vida. Vida hirviente del lodazal fecundo. Un país de seres agazapados entre los pastos, ocultos en las cuevas, arrastrándose en el barro, volando de un albardón a otro, a ras del suelo, para no despertar la curiosidad del mundo exterior, miles de batracios llenando el aire con su croar monótono. Silbidos electrizantes de serpientes que hacían poner de punta los pelos al cangrejal, grillos y luciérnagas de sinfonías ásperas y vuelos luminosos, nutrias y chajaes disputándose entre los pajonales las cuatro ramas secas de un nido flotante sobre los camalotes; guías de florecillas acuáticas, adornando los claros espejos de agua".Según datos que me suministrara el estimado profesor y amigo Dn. Antonio Brunengo, el recorrido se hacía por el camino real cuya extensión no superaba las 24 leguas, con postas ubicadas de 6 a 9 leguas de distancia entre una y otra. Las postas casi siempre coincidían con almacenes de campaña, donde los ocupantes de la galera podían pernoctar si las inclemencias del tiempo impedían la continuación del viaje. De esos lugares típicos, subsistió por muchos años la denominada Esquina de Crotto, vieja construcción con su mostrador con rejas de madera, a la usanza de las tradicionales pulperías.Al llegar a. nuestro destino y bajar los muebles que iban amarrados en la parte superior de la galera, mi madre comprobó con gran tristeza y amargura, que las piezas de loza, que sin duda constituían las pocas cosas de valor de nuestro escaso patrimonio, no habían podido superar los embates y sacudidas del vehículo por las huellas y cañadones, y estaban casi totalmente destruidas.Hago esta referencia, que no tiene mucha relación con el sentido y contenido de este relato, para destacar que los viajes por estos lugares, plenos de leyenda y ricos en tradiciones, tenían riesgos de otro tipo, que como en este caso contribuyera a deteriorar notoriamente nuestro magro presupuesto.Antes de finalizar este relato quiero rendir homenaje a ese pionero de nuestras rutas y caminos: Dn. Serafín Dávila, cuya figura fuera exaltada en oportunidad de inaugurarse la escuela n° 16 del distrito de Lavalle, ubicada en El Tala, cerca de San Clemente, en cuya creación e imposición del nombre tuviera un papel preponderante el colega y gran amigo Délfor R. Gelemur, desde su función de Secretario Técnico de la Dirección de Educación de nuestra provincia.La personalidad fuerte y vigorosa do ese pionero, le fue trasmitida a sus hijos, continuadores de su obra y promotores de la primera empresa de transporte automotor que cumplió el servicio a Lavalle y a las magníficas playas de esta zona atlántica al promediar la década del 40.Los millares de turistas que circulan por la Ruta 11 hacia esas magníficas playas, no alcanzan sin duda a imaginar que medio siglo atrás aún marchaba por esos parajes un vehículo digno de leyenda, que suplía la carencia de un ramal ferreo entre Dolores y Lavalle, haciendo el servicio de mensajería y el transporte de pasajeros como lo señalo en este relato.La galera de Dávila reposa del ajetreo de los duros viajes de la época en el Museo Evocativo de Dolores. En oportunidad de inaugurarse el mismo, se cumplió un acto pleno de colorido y de emocionado recuerdo para los viejos pobladores de la zona.
El vehículo con la caballada que utilizaba en los duros viajes y con los implementos de esa época, hizo su recorrido por los sectores aledaños al lugar donde está el museo, conducido por el viejo mayoral, que hacía sonar la corneta, cuyos ecos trasmitidos por el viento llegaban plenos de reminiscencia a las distantes poblaciones, cuyos estoicos habitantes añoraban el paso de la legendaria galera.La Plata, 22 de abril de 1975.
Fuente: El Mensajero de la Costa 5-10-2008

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